• Cuando todo sea olvido otra vez

    Sin desearlo, aprendí a mezclar la angustia con las cosas que me más me gustan.
    Una de esas cosas es el mar.
    Conocí tanto fríos como cálidos, pero en los mares fríos, crudos, me reconozco más. El ruido de las olas rompiéndose en las piedras vaporiza lo más oscuro de mi mente; y de la angustia emerge, chiquitita, una luz.
    El mar fagocitando la tierra, barriéndola, llevándose lo que se tenga que llevar. Pero también trayendo algo: algo nuevo y desconocido que se hará visible en un después incierto, cuando la espuma se evapore.
    El mar es potencia, como el amor de otrxs: furia y calma; un grito mudo.
    El año pasado fui por primera vez a fotografiar el mar.
    La experiencia me desnudó. No supe qué hacer, por dónde empezar.
    Hice más fotos que en ningún otro viaje, perdí un rollo con fotos que nunca vi y gatillé, entero, otro que nunca existió.
    Lloré.
    No tanto por no haber materializado mi mar -aunque sí- sino más bien porque iba con la esperanza de que mi historia fuera diferente a la de mis padres. Durante meses imaginé su luna de miel en el mar, antes de nuestra existencia (la mía y la de mi hermano), acaso deseando que hubiera habido un pasado más amable que el que conocí.
    El rollo, como la historia de mis padres, se perdió.
    Me quedó el ruido del viento aullando y la melodía de Push the sky away rondando mi cabeza.

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